viernes, 19 de mayo de 2017

¿Dónde estáis?

Me estoy empezando a rendir,
y tengo miedo.
Las palabras se me alargan
en la boca, y los titubeos
son ahora más defensa propia
que prisa.

A veces cierro los ojos
para no ver más lo mismo.
Las mismas páginas,
los mismos sentimientos
invisibles.

Hablo solo y sigo esperando
contestarme a mí mismo.
Se me escapan las conversaciones
de entre los labios, se deslizan
entre mis manos y desaparecen,
como haciendo recíproca
mi falta de interés. Y lo siento.
Lo siento demasiado.

Me falta música, y todos
lo sabemos. Me falta música
que rellene los miles de huecos
que quedan entre mis gritos.
Que me recuerde para qué
estoy haciendo esto, para qué
saco lo mejor y lo peor. Todo
lo que me queda y para qué
lo tiro con desprecio a donde
nadie lo vea.

Os digo que hablarse a uno mismo
es sano, pero seguir gritando
después de tres meses a un
público invisible no lo puede ser.
No puede serlo. Porque han
pasado muchos días. Muchas
explicaciones y más llantos
secos de papel y tinta, y mi
única respuesta ha sido el
silencio.

Ya he visto clavado en mi carne
el conocimiento de que no
hay persona más sola
que la que, en medio de la
multitud, pregunta
y no recibe respuesta.

La calma es la peor condena
del que implora. Un mundo
inmóvil no salva al que sufre,
un mundo callado no flota en
un mar de dudas.

 ¿Hay alguien?

Hablar al espejo es costumbre
entre los cuerdos. Hablar a la nada
es el último recurso de los
que se ven perdidos.
Pero la nada no contesta.
Y la gente, por lo general,
tampoco.



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