miércoles, 17 de mayo de 2017

La luz

Se escapa la luz entre los tejados
y comienza mi parte favorita 
del día. La callada. La honesta.
En la que no te puede engañar
la vista, porque no dependes
de ella.
La parte de lo roto, de los
pedazos. La parte de las verdades
susurradas al oído y las mentiras
que se hacen verdaderas.

Se oculta el sol entre los sueños
y el sueño de cuatro mil millones
de personas. Los pájaros vuelan
bajo y lo único que dicen es
que ya no queda más día que vivir.
Más vida que exprimir
a un intento agotado de ser.
No se ve. pero se siente, se
escucha. Los engaños que obviamos
en ceguera sustituyen a la 
responsabilidad constante de
atender a lo que es.
Sabiendo ya que eso es lo que menos
merece ser atendido.

Muere la luz y empieza el momento
del sentimiento. El chirrido de las 
bisagras y el asalto de la memoria.
Comienzan diez horas de ojos cerrados,
cerrados por ver lo mismo que
abiertos. 

Llega, suave, inesperada, el alba
de las esquirlas. De las baratijas partidas
que valen más destrozadas que íntegras,
como en una especie de retorcida
sinergia inversa. Tan íntegras como el
más sano de los humanos. En menos 
pedazos que la más estable de las mentes.
Con menos preocupaciones que un cadáver.

Quizá por eso nos gustan tanto las botellas
agrietadas que nos vigilan desde el suelo.
Quizá porque valen más rotas, reflejando 
la luz de la noche en su imperfección,
que enteras y llenas y aburridas.
Quizá por eso nos gustan tanto los cristales
rotos, porque nos recuerdan que un espíritu 
quebrado brilla más en sus fracturas
que la luz del astro rey en mediodía.

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