domingo, 1 de octubre de 2017

El atlas de las nubes

Siento, aunque a veces sea
difícil admitirlo.
Hay notas tan dulces
y tan afiladas que asoman
brevemente en los resquicios
de lo que creo comprender.
Hay cargas graves que
perforan sin piedad alguna
mis intentos de no llorar.
El fluido de la música
escapa por altavoces que
son más puerta que
instrumento.

Cierro los ojos y creo
percibir en la lejanía
un grito que pugna
por llegar a mí.
Pero no atiendo,
estoy bailando en mi mente.
Avanzo, retrocedo,
a veces tropiezo y caigo,
a veces veo reflejado
en mis pupilas un mundo
tan bonito que queda
fuera de mi alcance.

Y siguen dando vueltas
a mi alrededor las notas
que me hacen persona,
los sentimientos embotellados
que fluyen sin prejuicios
entre las grietas de las
murallas antiguas de
nuestros corazones.
Las palabras no sirven,
las palabras no llenan
como lo hace la cabalgata
de humanidad que me
atraviesa y me completa.

Me gustaría creer
que la felicidad no está escondida,
y así es.
Aquí, al alcance de mi mano,
rozando la tierra que
tengo en mis manos,
bañando el agua
en la que estoy tendido,
llorando un mar de lágrimas
sin sal ni azúcar.
Tan cerca, como llamándome,
como gritando mi nombre
en cabeceos tan perfectamente
ordenados.

Tantos sueños amontonados
en minutos de vidas entregadas
a entregar, a los demás,
un poco de su alegría.
Rodeado de paredes blancas,
con la vista fija en la oscuridad
del blanco inmaculado, sueño.
Las puertas doradas de san Pedro
han estado siempre abiertas,
en frente nuestro.
Los mundos que creíamos
más allá no podían estar más cerca.
La lengua del pentagrama nos llama,
y no podemos hacer otra cosa que responder.
La lengua de Dios nos grita,
y no nos queda más que abrir
y cerrar los ojos muy fuerte,
esperando ver en los labios
del universo una canción
que llevamos toda la vida escuchando.


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