viernes, 17 de febrero de 2017

Los cadáveres del día a día

Me miran como un ganadero a su ganado, comprobando que no hay nada fuera de lo común y pasando rápidamente al siguiente sujeto. Y es que así no se ve la persona, han visto mi máscara, mi mentira personal. 

Ahí están, yo uno de ellos, pensando inocentemente que sus compañeros se creen acompañantes. Tantos centros del universo en tan poco espacio: me extraña que no haya ningún agujero negro del yo a mi alrededor, la verdad.

Entran y salen, con un rápido vistazo deciden que es todo normal, que no hay ningún miedógeno al que temer. Que pueden seguir cerrando los ojos y creyéndose separados del prójimo. Y no es el caso. Todos buscan a alguien que desentone, con un miedo y una fascinación instintivas.

No es cambio lo que echan de menos, pues han hallado una especie de felicidad en lo estable, pero al ver la luz sin filtro del blanco entre negros añoran el tiempo en que la diferencia no era vergüenza, y durante un breve instante saben que se perdieron a sí mismos en la seguridad del siempre igual.

Ven en los ojos llorosos de la grieta en la torre humana tanta felicidad, que la pobre satisfacción del día a día que llevan ahorrando tanto tiempo se reduce a la nada en comparación. 

Pero olvidan rápidamente, la luz salvadora se pierde entre flashes de neón y sirenas que aúllan una canción de luto. El recuerdo de ellos mismos desaparece y es sustituido por un vacío entre ayer y mañana que se saben incapaces de llenar. 

Y el dios de monotonía se hace hombre para extender el mensaje del olvido a unos seguidores que saben más que él de eso. Recuerdan, olvidan, y añoran lo olvidado. Pero su dios exige sacrificios. Y la voluntad es, desgraciadamente, el más común en estos tiempos.


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